Un niño pequeño quería conocer a Dios, por lo que decidió que tenía que salir de su casa en su búsqueda. Imaginó que tendría que hacer un largo viaje para llegar hasta la casa de Dios, así que hizo su maleta con dulces y refrescos, y empezó a caminar.
Cuando llevaba unas horas caminando, llegó a un parque y decidió hacer una pausa para descansar. Se sentó en un banco cerca de una mujer anciana que estaba contemplando unas palomas que revoloteaban a su alrededor.
El niño se sentó junto a ella y abrió su maleta. Sacó uno de sus refrescos, y cuando iba a dar su primer trago, se dio cuenta que la anciana parecía hambrienta, así que le ofreció un dulce.
Ella agradecida aceptó el dulce y sonrió al niño. Su sonrisa era muy bella, tanto que el niño quería verla de nuevo, así que le ofreció también uno de sus refrescos.
De nuevo ella le sonrió. ¡El niño estaba encantado!. Por ello decidió que seguiría con su búsqueda de Dios al día siguiente, y se quedó toda la tarde comiendo y sonriendo junto a la anciana, pero sin intercambiar una sola palabra con ella. Al oscurecer, el niño se levantó para irse, pero antes de emprender la marcha, dio vuelta atrás, corrió hacia la anciana y le dio un abrazo. Ella, después de abrazarlo le dedicó la sonrisa más grande de su vida. Cuando el niño llegó a su casa, abrió la puerta. Su madre estaba sorprendida por la tardanza y por la cara de felicidad de su hijo.
Entonces le preguntó:
-Hijo, ¿Qué hiciste hoy que te hizo tan feliz?
El niño contestó:
-No estoy seguro, pero ¡creo que hoy almorcé con Dios!... Finalmente creo que lo encontré, aunque no era como yo esperaba...
Y antes de que su madre contestara algo, añadió:
-¿Y sabes qué? ¡Tiene la sonrisa más hermosa que nunca he visto!
Mientras tanto, la anciana, también radiante de felicidad, regresó a su casa. Su hijo se quedó sorprendido por la expresión de paz en su cara, y preguntó:
-Mamá, ¿qué hiciste hoy que te ha puesto tan feliz?
La anciana contestó:
-¡Comí con Dios en el parque!...
Y antes de que su hijo respondiera, añadió:
-¿Y sabes? ¡Es más joven de lo que pensaba!
Esta historia resume perfectamente las palabras de Jesucristo en Mt. 25,40: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más humildes, a mí me lo hicisteis". El prójimo, que duda cabe, es el rostro visible del Dios invisible.
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