sábado, 23 de julio de 2016

La herencia que les dejó a sus hijos.


Hermosas Reflexión
El Jarrón de Papá.
Hasta donde me alcanza la memoria, aquel jarrón siempre estuvo en el suelo del cuarto de mis padres, junto a la cómoda. Antes de irse a la cama, papá se vaciaba los bolsillos y echaba en el jarrón todas las monedas, las cuales aterrizaban en su interior con un alegre tintineo cuando estaba casi vacío. Más adelante, el sonido iba convirtiéndose en un golpe sordo, según iba llenándose. Yo me agachaba delante del jarrón y admiraba los círculos de cobre y plata que brillaban como el tesoro de un pirata cuando el sol entraba por la ventana de la habitación.
Cuando el jarrón estaba lleno, papá se sentaba a la mesa de la cocina y hacía paquetes con las monedas para llevarlos al banco. Siempre que íbamos al banco se reproducía la misma escena. Colocábamos las monedas entre papá y yo, apiladas cuidadosamente en una pequeña caja de cartón en el asiento de su vieja camioneta. Todas y cada una de las veces, papá me miraba con esperanza en los ojos.
- Estás monedas te salvarán de la fábrica de textiles, hijo. Vas a hacerlo mejor que yo. No vas a quedarte atrapado en esta vieja ciudad industrial.
Además, todas y cada una de las veces en el banco, mientras deslizaba por el mostrador la caja con paquetitos de monedas hacia el cajero, decía con orgullo:
- Son los ahorros para la universidad de mi hijo. Él no va a trabajar toda su vida en la fábrica como yo.

Celebrábamos cada ingreso en el banco tomándonos un helado de cucurucho. Yo siempre pedía chocolate, papá pedía de vainilla. Cuando el dependiente de la heladería le daba el cambio, papá me enseñaba las monedas que tenía en la palma de la mano.
- Cuando lleguemos a casa, empez­are­mos de nuevo a llenar el jarrón.
Siempre me dejaba que tirara las primeras monedas al jarrón vacío. Cuando rebotaban con un breve y alegre tintineo, nosotros sonreíamos.
- Irás a la universidad, me decía. Yo me encargaré de eso.
Los años pasaron, acabé la universidad y empecé a trabajar en otra ciudad. En una ocasión, estando de visita en casa de mis padres, hice una llamada desde el teléfono de su habitación y vi que el jarrón ya no estaba. Había cumplido con su objetivo y después lo habían quitado. Se me hizo un nudo en la garganta al mirar hacia el lugar junto a la cómoda donde siempre había estado el jarrón. Mi padre era hombre de pocas palabras y nunca me dio lecciones sobre el valor de la determinación, la perseverancia y la fe. Aquel jarrón me había enseñado esas virtudes con mucha más elocuencia de lo que podrían haberlo hecho las palabras más rimbombantes.
Cuando me casé, le hablé a mi mujer, Susan, sobre el relevante papel que había desempeñado en mi vida aquel humilde jarrón. Para mí era algo que definía, más que ninguna otra cosa, lo mucho que me había querido mi padre. Daba igual lo difíciles que se pusieran las cosas en casa, papá seguía tenazmente echando monedas al jarrón. Incluso durante un verano en el que lo suspendieron temporalmente de su empleo y mamá se vio obligada a prepararnos patatas viudas varias veces por semana, no se le escatimó al jarrón ni una monedita. Al contrario, cuando papá me miraba desde el otro lado de la mesa, echándole cátsup a mis patatas para hacerlas más tragables, se convencía más que nunca que debía labrar un futuro para mí.
- Cuando termines la universidad, hijo, me decía, nunca más volverás a tener que comer patatas viudas, a no ser que quieras hacerlo.
Las primeras Navidades después de que naciera nuestra hija Jessica, pasamos las vacaciones con mis padres. Después de la cena, mamá y papá se sentaron el uno junto al otro en el sofá, turnándose para mecer a su primera nieta. Jessica se puso a lloriquear y Susan la cogió de los brazos de papá.
- Probablemente haya que cambiarla, dijo, llevándose a la bebé a la habitación de mis padres para cambiarle el pañal.
Cuando Susan volvió a la sala, había un extraño brillo en sus ojos. Volvió a poner a Jessica en los brazos de papá, para después cogerme de la mano y llevarme en silencio a la habitación.
- Mira, me dijo en voz baja, señalando con los ojos el lugar junto a la cómoda. Para mi sorpresa, allí estaba, como si nunca lo hubiesen quitado, el viejo jarrón, con el fondo ya repleto de monedas.
Caminé hacia el jarrón, me hurgué en el bolsillo y saqué un puñado de monedas. Embargado por emociones diferentes, las dejé caer en el jarrón. Al levantar la vista, vi que papá, trayendo a Jessica con él, se había colado en silencio en el cuarto. Nuestras miradas se cruzaron y en ese momento supe que él estaba sintiendo lo mismo que yo aunque ninguno de los dos podía hablar...
La herencia que les dejó a sus hijos no consistía en palabras ni en posesiones, sino en un secreto tesoro, el tesoro de su ejemplo como hombre y como padre.



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