jueves, 8 de enero de 2015

Aprender a ser felices.

Me parece que la primera cosa que tendríamos
que enseñar a todo hombre que llega a la adolescencia
es que los humanos no nacemos felices ni infelices,
sino que aprendemos a ser una cosa u otra y que,
en una gran parte, depende de nuestra elección
el que nos llegue la felicidad o la desgracia.
Que no es cierto, como muchos piensan,
que la dicha
pueda encontrarse como se encuentra por la calle
una moneda que pueda tocar como una lotería,
sino que es algo que se construye,
ladrillo a ladrillo,
como una casa.
Habría también que enseñarles que la felicidad
nunca es completa en este mundo, pero que,
aun así,
hay raciones más que suficientes de alegría para llenar
una vida de jugo y de entusiasmo y que una de las claves
está precisamente en no renunciar
o ignorar los trozos
de felicidad que poseemos por pasarse la vida soñando
o esperando la felicidad entera.
Sería también necesario decirles que no hay «recetas»
para la felicidad,
porque, en primer lugar, no hay una sola,
sino muchas felicidades
y que cada hombre debe construir
la suya,
que puede ser muy diferente de la de sus vecinos.
Y porque, en segundo lugar,
una de las claves para ser
felices está en descubrir
«qué» clase de felicidad es
la mía propia.
Añadir después que,
aunque no haya
recetas infalibles,
sí hay una serie de caminos
por los que,
con certeza,
se puede caminar hacia ella.


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